En el siglo XVII, la palabra estrés significaba «estado de angustia», simbolizando la idea de opresión, de vida dura, de privación, de fatiga, y de adversidad. A partir del siglo XVIII, empieza a significar fuerza, una presión o una fuerte influencia actuando sobre un objeto fÃsico o una persona.
En el siglo XX, sobreviene la idea de que ciertas condiciones de vida agresivas (stress) pueden ocasionar algunas enfermedades fÃsicas o mentales (strain). En 1951, Hans Selye pone en evidencia el «sÃndrome general de adaptación» o «sÃndrome de estrés biológico», definiendo el estrés como una interacción entre una fuerza y la resistencia que le es opuesta.
El estrés pone el organismo en estado de vigilancia y de movilización, desencadenando una reacción de alarma, permitiendo la fuga, la lucha o en su defecto una acción paliativa (evitando el acontecimiento estresante o preparando una situación estresante). La reacción de alarma se traduce por una secreción de neurotransmisores (dopamina, acetilcolina) y de hormonas (cortisol, adrenalina, noradrenalina), y de modificaciones del metabolismo energético.
El estrés, cuando supera las capacidades de adaptación del individuo, conlleva desequilibrios neuroendocrinos responsables de ciertas disfunciones, metabólicas y luego dañinas. Los desequilibrios endocrinos tocan sobre todo a las hormonas del tiroides, corticosurrenales (noradrenalina, adrenalina, y cortisol) y la angiotensina.
El estrés está omnipresente en nuestra sociedad, a veces como motor estimulante, cuando está bien canalizado. Pero también como algo destructivo, y fuente de contrariedad: disfunciones, enfermedades, disminución del rendimiento en el trabajo, cuidados médicos…